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Eduardo Avaroa H. y el misterio de la predestinación

Nota de prensa que salio publicada en el periodico Página Siete el día domingo 3 de abril de 2022 en la sección ideas y la subsección Letra Siete en las páginas 12 y 13

Humberto Párraga Chirveches

Se ha levantado más temprano que de costumbre, en el otoño naciente. Aunque está acostumbrado a madrugar, este es un día especial. No sólo porque es domingo, sino porque se prepara a cumplir con una obligación cívica y no religiosa. Se ha vestido en silencio. Primero, la camisa de lino y los pantalones de paño gris, algo abultados, a nivel de las rodillas? debido al uso repetido. Ha embutido la camisa que rebasa la cintura, dentro de los pantalones y ajustado el cinturón. Se ha puesto el chaleco y el saco del mismo paño, y amarrado sus botines de faena, meticulosamente. Finalmente, el sombrero de fieltro oscuro y ala corta, con corona aplanada, de uso menos frecuente que el sombrero de ala amplia, parecido al de los vaqueros.

Es un hombre delgado que luce alto como se lo ha descrito ?para su talla de metro y sesenta y siete centímetros. Su cabello tiene el tope encanecido. Su rostro muestra facciones suaves con pómulos salientes; los ojos, mirada amigable. Debajo de la nariz aguileña tiene un bigote abundante de puntas afiladas, y aunque, usualmente, tiene una perilla de pelo oscuro en el mentón, hoy la perilla luce incipiente, porque se la había rasurado para una foto de grupo, hace unos días.

Es el 23 de marzo de 1879 y para un hombre que ha cumplido 40 años -el 13 de octubre del año próximo pasado-, luce maduro, pero repuesto, ya que había estado enfermo en diciembre. Sus ademanes no ostentan notoria virilidad o marcialidad. Sólo una tranquila dignidad. Esta mañana se ha dado tiempo para dirigirse, desde su casa ubicada en la calle principal de la pequeña población de Calama, hasta el lugar donde se han concentrado, en los últimos días, un total de 135 patriotas voluntarios. Tienen el común objetivo de repeler el ataque de las tropas invasoras del país vecino, que hoy se aproximan por el camino que viene de Caracoles.

Algunos patriotas están razonablemente armados y otros (cerca de 30) cuentan sólo con burdas lanzas. Casi todos son civiles, aunque a algunos se les ha otorgado grados militares de emergencia, tal el caso del jefe de la resistencia, un abogado que ha ejercido varios cargos públicos, incluyendo el de presidente del municipio de la población de Caracoles, ahora llamado el coronel Ladislao Cabrera.

La población de Calama es rural, tiene unos 900 habitantes, pero es considerada como el tambo obligatorio o el oasis mejor equipado antes de atravesar la desolada pampa para llegar al mar. La llaman oasis porque a esa altura, las aguas el río Loa han sido desviadas a un buen número de acequias que sirven para irrigar parcelas donde crece la alfalfa.

El hombre tiene varias cosas en la mente. De inicio, rememora la cronología de las cartas que tuvo que escribir en los últimos seis días, para mantener el ritmo de sus actividades comerciales y personales. El martes 18 de marzoha mandado a Irene, su compañera y madre de sus cinco hijos, productos negociables, incluyendo una damajuana de anisado, harina y dos sandías, lamentando la falta de azúcar.

El mismo día ha escrito una nota a Ladislao Cabrera, ofreciendo a nombre de su hermano Ignacio y su familia “la contribución de los siguientes alimentos para la tropa y las bestias caballares y mulares: una arroba de azúcar, otra de arroz, 20 libras de fideos, 30 libras de charque, un quintal de papas, 10 libras de sal, dos barriles de pan desharinado, un quintal de cebollas, 5 kilos de café negro, 10 amarros de tabaco, 23 amarros de papel de hilo,10 barriles de agua para tomar, 20 arrobas de pasto y cebada, 9 turriles de pólvora, un cinto con un revólver y 10 libras de …”, algo ilegible. A este punto el hombre sonríe, misteriosamente, recordando que ha ofrecido azúcar a la tropa y no a Irene.

El miércoles 19 de marzo, ha escrito a su amigo Roberto Cruz, en Tocopilla, ordenando “una docena de botines para niños, de todo tamaño,” además de dar instrucciones acerca de la modalidad del envío. El jueves 20 de marzo, una carta poder a Don Juan de los Ríos, residente de Atacama, para que le represente y contraiga matrimonio con Irene Rivero Pacha, la madre de sus hijos.

El mismo día, escribe otra carta a su “apreciada Irene” alertándola sucintamente acerca de la carta poder, y una segunda carta a don Juan de los Ríos, mencionando la situación política, el envío de periódicos que no tuvo tiempo para leer y la promesa de pagarle “los gastos ocasionados por el poder con arreglo a las formalidades que requieren esta clase de asuntos”.

El viernes 21 de marzo ha escrito una carta de cortesía, a doña Julia H. de los Ríos, en Atacama o Toconao, ?una pariente y además, esposa de don Juan?, mencionando la situación de alerta, y al mismo tiempo la posibilidad de que, quizás en pocos días tendría el gusto de abrazarla: “no espero sino el primer combate con los de Caracoles, para poder retirarme de acá, para que la familia esté más tranquila”.

En fin, las acciones de un hombre que ve su rutina interrumpida, y deduce que hay riesgos en el futuro mediato y sabe lo que debe hacer, sin que los nubarrones bélicos se adueñen de su espíritu. Tal su responsabilidad a la patria, a sus cinco hijos y su compañera, Irene, que ha tolerado por años la ilegitimidad de la unión, a pesar de que su hijo mayor, Andrónico, ya tiene más de quince años y el menor, Juan Eduardo, va a cumplir uno.

Además, está convencido de que ella es la persona que necesita, por ser fuerte, independiente y, simultáneamente, la asistente ideal en sus actividades comerciales.

Entonces cae en cuenta que ha llegado al lugar donde, a las 6 de la madrugada, ya se ha seguido el plan de la división grupal de los compatriotas, en una defensa que incluye tres vados, porque tres son los caminos que vienen de Caracoles. Habla con el coronel Cabrera y los otros voluntarios, notando la frugalidad de las emociones. Es la mañana escogida, no por él, sino por las circunstancias históricas. Asignado al vado del Topáter, su misión es defender el puente del mismo nombre, sobre el rio Loa que, constituye la única vía de acceso a la población de Calama, por el lado sur. Sin embargo, siguiendo órdenes, empieza en una posición adelantada que le dará la opción de movilizarse.

Sabe que las tropas chilenas, en un contingente de 554 soldados, vienen de Antofagasta, vía el pueblo minero de Caracoles, en una marcha a pie de casi 230 kilómetros. A eso de las 7 todos los fusileros se han integrado a sus lugares asignados. Las comunicaciones se han reducido a cuchicheos iniciados por los celadores patriotas, que reportan la presencia de dos o tres soldados chilenos que exploran el río y han estado espiando a los bolivianos siquiera por dos horas. La espera continúa hasta aproximadamente las 7 y 30.

Entonces, abruptamente, empieza el combate. En el vado de Huaita o Carvajal, el ala izquierda de los chilenos, entran 75 cazadores a caballo, quienes, sorprendidos por las descargas cercanas de los patriotas, escondidos en las chilcas del otro lado del río, pierden, de inicio, siete soldados. Detrás de la caballería, ataca la compañía restante del llamado 2do. de Línea que, rechazan a los patriotas con éxito notorio. Tienen un cañón Krupp para apoyar el ataque. Sin embargo, esta batería sólo realiza un disparo.

El hombre observa en seguida que, en el Vado de Yalquincha, en el sector central chileno, 25 cazadores a caballo intentan cruzar el río, sin lograrlo, debido a las descargas de los patriotas que, por órdenes del coronel Cabrera, se han apostado en la llamada Casa de Máquinas de Amalgamación. El hombre y otros fusileros son miembros de ese grupo defensivo. La compañía del 4to. de Línea, desplegada en guerrillas ataca este punto, eliminando finalmente la denodada resistencia de los patriotas.

Es entonces que los soldados chilenos concentran su ataque en el ala derecha, el Vado del Topáter. El hombre ha tenido que moverse hacia el puente, con notoria rapidez, acompañado de 8 fusileros y dos oficiales, y sólo en ese momento, parece darse cuenta de la inevitabilidad de lo que está ocurriendo. Unos 25 cazadores a caballo, y la 1ra. y 2da. compañías del 2do. de Línea los atacan resueltamente, tomando algunos prisioneros. Se escucha el rumor del agua, las voces de los fusileros, los gritos esporádicos que, gradualmente se retiran y desaparecen, y sólo queda el hombre que va a convertirse en héroe.

Queda solo, como el último combatiente, en el más claro signo de la predestinación. Queda solo, en una trinchera lodosa, con su Winchester y quizás otros dos rifles de dos soldados ya muertos. Y es en esta soledad atestiguada por más de un centenar de los invasores, que el hombre se convierte súbitamente en héroe. Un insólito símbolo del patriotismo incondicional que provoca, inevitablemente, una empatía, velada por una bruma de tristeza.

El subteniente chileno Carlos Souper describe el incidente de la trasfiguración, con prosa honesta: “Nos sorprendió constatar que un boliviano desde dentro hiciera fuego a más de 100 hombres, entre caballería y el 2do. de Línea, que iban a pasar por allí. Pues amigos, nos dio balas duro y fue imposible pillarlo por mucho que se lo buscaba”.

Ya empieza la media mañana, en el devenir del tiempo, y aunque por su acción “temeraria pero claramente patriótica”, cosecha simpatía, el héroe les dificulta el paso, razón por la que le ofrecen el don de la sobrevivencia, en la legendaria oferta del coronel chileno Villagrán, “ ¡Ríndase y le otorgo la vida!”. Después de un momento impuesto por la fugacidad del pensamiento, no hay dubitación en su voz cuando responde: “¡Que se rinda su abuela!”.

Es porque, en ese instante, el hombre está rabioso de su impotencia y su soledad, recordando, en un relámpago que la obligación del ciudadano es defender a su patria, tal como le había enseñado, en su niñez, quién sabe qué profesorcita rural, inolvidable, en la humilde escuela de San Pedro de Atacama. ¡Quién sabe qué persona fidedigna, que tuvo el poder de marcar el corazón de los niños, con el acero ardiente de la obligación ineludible!

Así, la legendaria respuesta del héroe no se hizo esperar. Dijo claramente: ¡Que se rinda su abuela! (respuesta embrollada, en el tiempo, por el uso de variables adjetivos, que van de cobarde a carajo, según la voluntad del orador de turno). De cualquier modo, la mesura del insulto final es evidente, ya que espontáneamente salta una generación y omite a la madre. No dice, por ejemplo, “¡Que se rinda su (adjetivo)… madre!”, como sería del caso en nuestros días. Demuestra una ingénita capacidad de refrenarse, consiguiendo, de este modo, que el enemigo no internalice el insulto.

Y ese hombre, llamado Eduardo Abaroa, fue enterrado en el cementerio de Calama con honores militares por el Ejército chileno, a las 3 de la tarde del mismo día. El entierro fue precedido por una ceremonia en la que se hicieron veintiún disparos y los 21 casquillos fueron incluidos en el ataúd junto al cadáver, envuelto en la bandera chilena, a falta de una bandera boliviana. Hubo un total de 20 bolivianos muertos y 34 prisioneros, en la batalla de Calama. En el lado chileno, 7 muertos. La batalla duró más de tres horas.

Sin embargo, las distorsiones referentes a la persona del héroe y a su vida no se han dilucidado y persisten, constituyéndose en un desafío para el investigador, no sólo porque se repiten con caprichosa frecuencia, sino porque tramontan cualquiera motivación honorable. Aparte de las distorsiones se hallan los enigmas legítimos, que nos empujan a retornar con frecuencia a las más confiables fuentes de referencia, que son sus 137 cartas y otros documentos legales.

Empecemos con el uso del apellido de Avaroa Vs Abaroa. Está demostrado, en sus cartas (escritas en un periodo de casi nueve años, desde la edad aproximada de 30, hasta su muerte), que don Eduardo firmaba Avaroa, en sus transacciones comerciales, personales y comunicaciones con miembros cercanos de su propia familia (hermano, primo y tía materna).

Si recordamos que escribir el nombre propio es lo primero que uno aprende en la escuela, en ausencia de problemas cognitivos, teorizamos que su decisión de usar Avaroa, en lugar de Abaroa, fue propia y voluntaria. Tampoco podría atribuirse esta peculiaridad simplemente, a la ortografía de don Eduardo, porque ?aunque detectamos múltiples y significantes lapsus en varias muestras de su comunicación epistolar,? su caligrafía corresponde a las usanzas del siglo XIX. Entonces, para el propósito de este ensayo respetaremos el uso del apellido Avaroa.

Respecto a su genealogía, se sabe que don Eduardo era hijo de Juan Abaroa y Benita Hidalgo. Siendo la familia Abaroa una familia tradicional (léase, sin mayores antecedentes notorios) de la zona precordillerana de San Pedro de Atacama. Don Eduardo fue el quinto de ocho hijos; sus hermanos fueron: Cesaria, Guadalupe, Ignacio, José, Gregoria, Corina e Irene. Ignacio, su hermano, cinco años mayor, devino en su allegado de por vida porque, aunque dotado de buenos dones personales había aceptado de inicio que Eduardo tenía una mejor disposición para los negocios, por su iniciativa, tenacidad, y su don de gente. Ignacio había aceptado su rol de socio comercial que, aunque secundario,? era indispensable para la consecución de las transacciones iniciadas por su hermano, especialmente cuando éstas incluían la población minera de Caracoles, donde radicaba.

Don Eduardo Avaroa tenía los dones de un comerciante, sin remilgos, preparado para resolver problemas, logrando una fluidez económica, con el negociado de una diversidad de productos (desde pomadas para la piel hasta zapatos para niños), junto a sus intentos de actividad minera vía la exploración y análisis de muestras metalúrgicas.

Sin embargo, el hecho de estar localizado en Calama lo convertía, primordialmente, en el distribuidor intermediario de alimentos para San Pedro, Caracoles, y otras localidades. Sus actividades incluían periódicamente la compra y venta de casas refaccionadas o reconstruidas con la colaboración de Irene, su compañera; una mujer industriosa y llena de coraje, que vivía en San Pedro de Atacama.

Las designaciones de militar, contador, escritor, propietario de un periódico, propietario de grandes concesiones mineras, hacendado y magnate financiero no reflejan la realidad. Avaroa no fue un militar de profesión, pero hay reportes de que se le otorgó el grado de coronel póstumamente. Tampoco fue un contador profesional, en los lugares donde trabajó antes de independizarse.

No fue un escritor de artículos sociales y orientadores, literato o filósofo y mucho menos el propietario del periódico El Eco de Caracoles, pero sí fue distribuidor y vendedor de subscripciones en Calama, San Pedro, Toconao y otras localidades, actividad que aparentemente inició su amistad con Ladislao Cabrera, quien era el que publicaba el periódico.

Tampoco fue un magnate financiero (aunque posiblemente aspiraba a serlo), que había ofrecido donar comestibles y otros enseres a la pequeña tropa de patriotas voluntarios, con el objetivo de obviar su participación en el combate de Calama. La noción de que él ya había empacado todas sus vituallas y que su familia lo esperaba en Potosí, además de otras nociones tangenciales publicadas, desafortunadamente, en periódicos nacionales, cuestionan su patriotismo, al punto de racionalizar que su participación en la contienda fue solo para proteger su hacienda cuantiosa.

Bastará decir que un análisis de sus circunstancias personales y una relectura de sus cartas a don Juan de los Ríos, a Julia H de los Ríos, a Irene Rivero, en los días anteriores al 23 de marzo de 1879, muestran claramente su intención de defender Calama de los invasores.

Este ensayo postula, respetuosamente que, don Eduardo Avaroa Hidalgo fue un hombre sin aparentes pretensiones elitistas, alerta y trabajador. Un empresario mediano, un comerciante diversificado. Simultáneamente, un hombre con un inusual sentido de responsabilidad a su país y su gente, catapultado casi inevitablemente, hasta se diría, casi poéticamente, en el seno de la gloria, por el misterio de la predestinación.

* Del libro de ensayos inéditos, Espejos y Espejismos del autor.

Humberto Párraga Chirveches Escritor

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