Nota de prensa que salio publicada en el periodico Página Siete el diá 14 de octubre de 2018 en la revista miradas en las páginas 22 al 25
Muchos periodistas llegaron hasta El Alto para contar la revuelta de Octubre. Pocos compartieron adrenalina junto al cura Obermaier que anunció la victoria.
Mónica Machicao Pacheco
Viernes 17 de octubre de 2003. Sus ojos inyectados de sangre se entremezclan con el aliento agrio a centímetros de mi cara. Con los dientes apretados estrella su ira clavándome el encono de sus pupilas mientras blande un cartucho de dinamita en cada mano. El rosario de explosivos le da varias vueltas en el cuello. Al verme paralizada, sentencia: “Esto le vamos a meter al gringo por el culo”.
La cólera no es un sentimiento. Es más bien un ente, una energía, un demonio que empuja el aire y lo presiona hacia abajo. Te eriza, golpea la dermis, para los pelos. Se siente porque arde. Y yo, con las manos arriba, soy rehén de la bronca debajo de ese cielo azul de octubre que desentona con el olor a pólvora y la furia del suelo. A medida que esta columna de miles de mineros baja por la avenida Naciones Unidas, en El Alto, la asfixia aumenta.
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Días antes, mi productor, Guillermo García y el camarógrafo Carlos Carrillo, ambos extranjeros, no pudieron hacer el camino inverso: bajar del aeropuerto a La Paz. “Si les disparan, pecho a tierra. Pero si es dinamita, la desvían con la palma como en el vóley”, les dijo un militar que se apiadó de los recién llegados y los transportó hasta el Colegio Militar en convoy junto a varias decenas de conscriptos. Fui a rescatarlos allí, sorteando bloqueos en el único coche con gasolina disponible. Le puse una funda blanca en calidad de bandera y unas bolsas negras de basura como crespón por el luto nacional.
Los días siguientes las dinamitas nos pusieron un poco más sordos. La adrenalina no nos permitía dormir. Nuestra cama era un sillón al lado de la mesa de edición en la oficina. Era una de esas las coberturas que crea complicidades, hermanamientos que perduran por décadas. Por eso cuando dije que volvería a El Alto, Guillermo me hizo jurar que no había riesgo. Así nos mentimos los periodistas, mirándonos a los ojos.
Es que Goni no se iba, la gente estaba harta y miles y miles de mineros estaban a horas de volar La Paz por los aires.
El sacerdote alemán Sebastián Obermaier, párroco de Villa Adela en El Alto, hoy fallecido, fue mi pasaporte al esquivo ojo del huracán. Porque subir a esa ciudad era deporte de alto riesgo. Adriana Gutiérrez, periodista de la red televisiva PAT, y su camarógrafo, cuyo nombre no recuerdo, tuvieron que desarmar su cámara para esconderla entre sus ropas y mochilas. La libertad de informar es una quimera en medio de las revueltas. Por eso el aval del sacerdote era, creía yo, el camino para contar la historia de la ciudad que estaba poniendo los muertos.
En dos ambulancias, una del SUMI (Seguro Universal estatal) y otra de su iglesia, Obermaier nos esperaba en el Hospital Juan XXIII para subir esos pocos metros más hacia el cielo alteño convertido en el escenario del juicio final. En el camino nos detuvieron, procedieron al cacheo, una y otra vez. Manos en alto, aliento contenido, paciencia infinita, cero remilgos. La esperanza estaba puesta en que el toqueteo acabara en cuanto encontraran la credencial y nos dejaran pasar. Nadie era de confiar, ni el sacerdote que intentaba explicar a la turba que llevaba comida para las viudas y niños de la masacre. El régimen había priorizado la distribución de gasolina en cisternas para La Paz, anunciada en estruendosa conferencia de prensa. El costo fue cerca de dos vidas por cisterna, además de otras tantas que habían colmado la paciencia de toda la población.
En la Ceja de El Alto vagones de un tren descarrilados a empujones eran la medida de la irritación reinante, de la patria cabreada. Mientras tanto en la residencia presidencial, en la zona de San Jorge, en La Paz, el poder tenía la vista nublada. El miércoles 15 de ese octubre aciago fui testigo de ese extravío. Mientras el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, Jaime Paz Zamora y Manfred Reyes Villa ratificaban la unidad de la megacoalición, en el hall principal de la residencia presidencial, diputados, senadores, ministros y llunkus de los tres partidos les daban la espalda a los muertos, entre whiskies y canapés. Festejaban. Un prominente diputado alzó su copa y dijo ¡Salud!. Me fallaron las piernas, la náusea me hizo caer sentada en una grada el instante en que un escolta se apresuraba a sacarme de allí.
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Viernes 17. El Alto es una ciudad bombardeada. Hay un hoyo en cada cuadra. Obermaier, que había subido y bajado muertos y heridos desde el inicio del conflicto, trae a dos ayudantes en la cabina, cada uno con un palo y una pala. Los palos son para que las llantas puedan sortear los baches que de otra forma son infranqueables y las palas para rellenar los huecos más pequeños y permitir nuestro paso.
Al llegar a Villa Adela, casi dos horas después de partir de Munaypata, el padre abre las puertas de la ambulancia donde estamos, saca unas seis bolsas grandes de fideos y se las entrega a los vecinos. En la radio San Gabriel hay un piquete flanqueado por campesinos con bastón de mando y látigo. “¡Tu fideo está envenenado, seguro que quieres matarnos!”, le grita un “poncho rojo” mientras rodea la ambulancia. El camarógrafo Carrillo me dice: “No salgas, si ven la cámara se asustan y esto se puede poner peor”.
En ese instante otros dos “ponchos rojos” comienzan a rodear nuestra ambulancia y gritan: “¡¿Qué escondes?!, ¿por qué todo lo tapas? ¡Andate o te vamos a quemar!”. Obermaier explica que quiere ayudarlos. Pero a medida que el alboroto se alarga y los gritos se hacen agudos, sale más gente de la radio y comienzan a mover la ambulancia para voltearla. Eso mismo debió haber pasado con una sarta de autos quemados en toda la ciudad.
En segundos, el ayudante del Padre se mete en la ambulancia donde estamos los periodistas y sin pensar dos veces arranca con las puertas abiertas y la adrenalina a mil. A lo lejos, Obermaier toma el volante de la otra ambulancia en la que la enfermera, el médico y chofer se balancean segundos antes de partir, empujando a los vecinos enardecidos.
Unas 20 cuadras después paramos a esperar al Padre que llega con dos llantas pinchadas, la ambulancia golpeada y un equipo médico en pánico. Más adelante conseguimos un llantero que las parcha con rapidez.
Llegamos a la parroquia Cuerpo de Cristo y entramos a un garaje cercado por una construcción de dos plantas. Obermaier, arrastrando sus eres, nos ordena: “¡Ustedes, no sean flojos, tienen que ayudarrr!”.
Abre las puertas de la ambulancia y se materializan frente a mis ojos maples de huevos frescos, bolsas de pan, latas de atún, tomates, zanahorias, pan, azúcar, fideos… Todo lo que había desaparecido hace días de los mercados parecía haberse trasladado ahí. Sin salir del asombro pregunto a Obermaier: “Y toda esta comida, ¿para cuánta gente es?”. Responde que allí viven dos.
La asustada doctora del SUMI interrumpe el afán del cura que pone tanta comida a buen recaudo. “Padre, vamos a dejar la ambulancia aquí. Ha visto como casi nos matan. Si nos ven de nuevo afuera nos van a linchar”, dice. Sin espacio para pensar, Obermaier responde: “¡Ah, no! ¡No! Úchale, úchale. Tienen que irrse. Tú me comprrometes”.
Carlos Carrillo me mira indignado. “Si no moderas a este cura hijo de puta, lo voy a moderar yo de un ponchazo. ¡Pinche cura!”.
Corro tras Obermaier y el digo: “Padre, no puede hacerles eso. ¿Tiene pintura roja?”. El Padre me mira curioso. “Tengo pintura guinda”, responde, y señala un tarro y una brocha vieja. Miro a la doctora y le digo: “vamos a camuflar la ambulancia”, hay que evitar que piensen que es un servicio de salud usado por el régimen para trasladar municiones y soldados saltándose las convenciones internacionales, como creen. Entonces, la cruz verde se vuelve roja y el SUMI desaparece.
Cuando miro la ambulancia en la que habíamos subido, veo un esparadrapo que cubre todo el rededor por debajo de las ventanas. “Padre, ¡es por esto que la gente casi nos lincha. Han tapado las letras!. Esto genera sospechas ¡hay que sacarlo!”. Sin esperar su respuesta, de un tirón descubro la leyenda que reza: “Donación del Ministerio de Defensa”. Peor aún. Aterrados, Carlos, un equipo del canal alteño, el chofer del SUMI y yo, comenzamos a sacar las letras con las uñas mientras el cura nos anuncia que va a atender una entrevista en su oficina.
En ese momento me llama un informante de La Paz. El prominente diputado –el mismo del brindis– está redactando la renuncia del presidente Sánchez de Lozada: “Van a reunir al Congreso a las 3:00”. Corro a la oficina de Obermaier donde un periodista de Los Angeles Times y el corresponsal de El Deber, Darwin Pinto, empezaban a preguntar. “Padre, el Presidente va a renunciar a las 3. Nos tenemos que ir”. Los colegas se paran como resortes y Obermaier sentencia: “¡Continuamos la entrevista en la ambulancia!”.
Nos montamos nuevamente en la ambulancia y esta vez somos como nueve personas que apenas cabemos. El cura al volante emprende raudo el retorno. Mientras conduce, por la ventanilla que comunica la cabina con la parte de atrás donde estamos todos, responde las preguntas que le traduzco del periodista gringo.
“Padre: ¡un rompe muelles!, ¡un rompemue…!” ¡Pum! La ambulancia salta por el aire y nosotros también. Obermaier no disminuye la velocidad sino que golpea a los ayudantes de la pala y el palo: “¡Brrutos, animales! Ustedes son mis ojos, ¡¿porr qué no me avisan?!”, protesta el alemán.
En la Ceja, los camiones que llegan a La Paz desde las provincias traen hombres de refuerzo para alimentar a la serpiente de mineros que desciende a la hoyada. Al cruzarlos el padre enciende la sirena. Toca la bocina. Grita con todos sus pulmones: “¡Han ganado!, ¡han ganado!, ¡ha renunciado!”. Y entonces sucede lo imposible: El rencor se transforma a nuestro paso. La inquina se desvanece en el aire pesado que huele a llantas quemadas. El tufo de la dinamita se siente dulce. A nuestro alrededor un grito sordo despierta y minutos más tarde se hace estruendo. Es mediodía, el sol comienza a calentar. Guardatojos en alto se blanden en el aire. Los puños se abren, las palmas hacia el cielo en señal de celebración. El premio, el único posible, la escapada, la “renuncia irrevocable” pedida a gritos, pedradas y bloqueos, se anuncia a alaridos desde la ambulancia. El camarógrafo Carrillo y yo traemos entre manos la historia de una victoria ensangrentada que hasta hoy no abandona nuestra memoria.
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