Por RAÚL RIVERO ADRIÁZOLA
El 15 de julio de 1932, las fuerzas paraguayas se presentaron frente al contingente boliviano que, por orden del comandante accidental de la Cuarta División de Ejército, coronel Enrique Peñaranda, y pleno conocimiento del Estado Mayor General, se mantuvo en las orillas de la laguna Chuquisaca. Según Daniel Salamanca, la defensa del espejo de agua hubiera sido exitosa con que solamente las tropas bolivianas se hubieran mantenido en sus puestos; pero los capitanes Urcullo y Rodríguez habrían ordenado a sus hombres abandonar sus posiciones, por lo que el mayor Moscoso también tuvo que retirarse. Apenas un mes después de tomado, el Gran Lago era cedido nuevamente al enemigo.
Dos soldados bolivianos en la batalla de Villamontes entre febrero y Marzo de 1935 |
Los primeros rumores sobre la caída del fortín Mariscal Santa Cruz extrañamente se conocieron en la sede de gobierno el 13 de julio, es decir, dos días antes de que se produjera el choque, por haber sido transmitidos a través de radios argentinas, pudiéndose únicamente colegir que los paraguayos habrían postergado la incursión por unos días y dado por exitoso el proyectado ataque e informando así a los corresponsales argentinos en Asunción. Consultado por el Presidente, el jefe de Estado Mayor General no supo qué responder; apenas había pasado una semana desde que, ufano, Osorio afirmara que sostenerse en esa posición era de vital importancia para el país. En busca de respuesta, telegrafió a Peñaranda, dándose un inútil intercambio de comunicaciones, mientras se desconocía en ambos extremos del hilo telegráfico que los paraguayos ya habían llegado al lago y desalojado a las fuerzas bolivianas.
Los altos mandos militares daban palos de ciego sobre lo que realmente pasó en el Chaco, teniendo más certeza lo que informaban las emisoras de radio argentinas. Llama la atención que, habiéndose declarado como “vital” el sostenimiento de ese puesto de avanzada, el Comando no haya tomado medidas más precisas para su sostenimiento, como la extensión de una línea telegráfica y de otra de etapas.
Confirmada la infausta noticia del desalojo forzado de Pitiantuta, la reunión de gabinete convocada por Salamanca la noche del 18 de julio fue, en sus palabras, “casi silenciosa, bajo la impresión de la suma gravedad de los hechos que fatalmente habrían de producirse”. Participó en esa reunión el general Osorio, que bien se guardó de sacar de su error al Presidente y sus ministros, que siguieron creyendo que lo que los paraguayos conquistaron fue el fortín Mariscal Santa Cruz, supuestamente sito en la orilla occidental de la bautizada como laguna Chuquisaca. Y con base en ese error, por unanimidad, se aceptó la decisión presidencial de tomar medidas que laven la pretendida afrenta, la primera de las cuales fue la suscripción del decreto de movilización que convocaba a las reservas de las últimas cinco clases, que sumarían cerca de quince mil hombres; tal número, en ese momento, parecía excesivo pues la Jefatura de Operaciones del Estado Mayor General consideraba que con un máximo de 5.855 hombres se podía desalojar del Chaco a las fuerzas paraguayas.
Salamanca comprendió que, una vez se consumó el desalojo del flamante fortín Mariscal Santa Cruz, a Bolivia no le quedaba más que buscar la represalia o asumir la derrota como un incidente más —grave, es cierto— en la historia de los roces sufridos por los dos rivales por la posesión del Chaco. Empujado por los jefes militares, por la mayor parte de su entorno de confianza y por la opinión pública, al presidente no le quedó otra elección que optar por la primera alternativa. Empero, lo hizo apoyado por una clase militar que, si bien quería la guerra, no resultaba confiable y tampoco estaba preparada para iniciar un conflicto armado en las mejores condiciones posibles, a pesar de los mitos de superioridad militar frente al Paraguay que desde pretérito se fueron construyendo y consolidando en la mente de los oficiales y de la propia población.
Como hace notar el entonces mayor Rogelio Ayala Moreira, en ese entonces jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor General y, por tanto, conocedor de los entresijos de esa alta entidad del Ejército: “el señor Salamanca, frente al desarrollo de los acontecimientos, debió juzgar que el conflicto se nos venía de forma inevitable. En tales circunstancias y por acto de elemental previsión, pidió al estado mayor general, le haga conocer el plan de campaña preparado por aquella repartición, a cuyos cálculos o previsiones se ceñiría la conducción de las operaciones ya iniciadas de parte del Paraguay. La demanda presidencial no fue satisfecha, no obstante de haber ofrecido el general Osorio presentar un extracto al día siguiente, pero ese día tuvo que declarar que no hubo ese trabajo. Era cierto, el Estado Mayor propiamente no lo tenía” (Alvéstegui, Salamanca. T.4:28).
Sin plan, sin jefes militares confiables, sin adecuada dotación de personal y materiales en el Chaco y con la errónea idea de ser muy superior al Paraguay, Bolivia decidió “lavar el honor nacional” y tomar represalias lo antes posible en el lejano territorio en disputa.
Los altos mandos militares daban palos de ciego sobre lo que realmente pasó en el Chaco, teniendo más certeza lo que informaban las emisoras de radio argentinas. Llama la atención que, habiéndose declarado como “vital” el sostenimiento de ese puesto de avanzada, el Comando no haya tomado medidas más precisas para su sostenimiento, como la extensión de una línea telegráfica y de otra de etapas.
Confirmada la infausta noticia del desalojo forzado de Pitiantuta, la reunión de gabinete convocada por Salamanca la noche del 18 de julio fue, en sus palabras, “casi silenciosa, bajo la impresión de la suma gravedad de los hechos que fatalmente habrían de producirse”. Participó en esa reunión el general Osorio, que bien se guardó de sacar de su error al Presidente y sus ministros, que siguieron creyendo que lo que los paraguayos conquistaron fue el fortín Mariscal Santa Cruz, supuestamente sito en la orilla occidental de la bautizada como laguna Chuquisaca. Y con base en ese error, por unanimidad, se aceptó la decisión presidencial de tomar medidas que laven la pretendida afrenta, la primera de las cuales fue la suscripción del decreto de movilización que convocaba a las reservas de las últimas cinco clases, que sumarían cerca de quince mil hombres; tal número, en ese momento, parecía excesivo pues la Jefatura de Operaciones del Estado Mayor General consideraba que con un máximo de 5.855 hombres se podía desalojar del Chaco a las fuerzas paraguayas.
Salamanca comprendió que, una vez se consumó el desalojo del flamante fortín Mariscal Santa Cruz, a Bolivia no le quedaba más que buscar la represalia o asumir la derrota como un incidente más —grave, es cierto— en la historia de los roces sufridos por los dos rivales por la posesión del Chaco. Empujado por los jefes militares, por la mayor parte de su entorno de confianza y por la opinión pública, al presidente no le quedó otra elección que optar por la primera alternativa. Empero, lo hizo apoyado por una clase militar que, si bien quería la guerra, no resultaba confiable y tampoco estaba preparada para iniciar un conflicto armado en las mejores condiciones posibles, a pesar de los mitos de superioridad militar frente al Paraguay que desde pretérito se fueron construyendo y consolidando en la mente de los oficiales y de la propia población.
Como hace notar el entonces mayor Rogelio Ayala Moreira, en ese entonces jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor General y, por tanto, conocedor de los entresijos de esa alta entidad del Ejército: “el señor Salamanca, frente al desarrollo de los acontecimientos, debió juzgar que el conflicto se nos venía de forma inevitable. En tales circunstancias y por acto de elemental previsión, pidió al estado mayor general, le haga conocer el plan de campaña preparado por aquella repartición, a cuyos cálculos o previsiones se ceñiría la conducción de las operaciones ya iniciadas de parte del Paraguay. La demanda presidencial no fue satisfecha, no obstante de haber ofrecido el general Osorio presentar un extracto al día siguiente, pero ese día tuvo que declarar que no hubo ese trabajo. Era cierto, el Estado Mayor propiamente no lo tenía” (Alvéstegui, Salamanca. T.4:28).
Sin plan, sin jefes militares confiables, sin adecuada dotación de personal y materiales en el Chaco y con la errónea idea de ser muy superior al Paraguay, Bolivia decidió “lavar el honor nacional” y tomar represalias lo antes posible en el lejano territorio en disputa.