Edgar Claure Paz y Gary Prado Salmón relatan en un libro todos los hechos y responsables que participaron en el fallido secuestro y conspiración contra Hernán Siles Zuazo en 1984.
Alfonso Gumucio Dagron
El sábado 30 de junio de 1984 ocurrió uno de esos insólitos episodios que hacen de la historia un relato que supera a la ficción: Hernán Siles Zuazo, presidente de Bolivia, fue secuestrado en un absurdo intento de golpe cívico-militar-policial. Si uno incluyera el episodio en una novela, podría ser tachado de delirante, con justa razón.
Foto libro Han secuestrado al presidente |
Leer este relato con casi cuatro décadas de distancia ofrece la posibilidad de revivir un episodio tan inusitado como sintomático de los extraños senderos (o espirales) que recorre la historia de Bolivia. Melgarejo, Barrientos, Natusch y el propio Evo Morales son autores materiales de un anecdotario interminable pero éste, descrito en íntimo detalle por Prado y Claure, no tendrá autores cuyos nombres merezcan ser recordados.
“Nada de lo que aquí está escrito es producto de la fantasía”, previenen ambos autores al inicio, como resguardándose de que alguien pueda poner en duda la veracidad de los hechos narrados. Y para que eso no suceda el libro está repleto de nombres, fechas, horas, detalles y fotografías que le otorgan solidez testimonial y documental.
El general Claure Paz fue uno de los primeros en recibir la noticia del extraño secuestro, cuando aquella madrugada a las 5:45 recibió una llamada de Marcos Domic, diputado del Partido Comunista, ya enterado de lo que había sucedido: “unos militares, armados y en traje de campaña, han ingresado por la fuerza a la residencia presidencial y se han llevado en un auto al doctor Siles…”. El resto del país dormía profundamente, y pasarían varias horas antes de que el acontecimiento recorriera el territorio echando chispas como guía de dinamita.
Con frecuencia, las grandes anécdotas históricas oscurecen la trama que las rodea. Detrás de un llamativo titular a cinco columnas hay una red compleja de relaciones que determinan el desarrollo y el desenlace de los hechos. Conscientes de ello, los autores ofrecen en los dos primeros capítulos del libro suficiente información sobre el contexto político y social que se vivía con el retorno a la vida democrática en diciembre de 1982, luego de 18 años casi ininterrumpidos de gobiernos militares, tres sexenios marcados sobre todo por los siete años de la dictadura del coronel Hugo Banzer y los golpes breves, pero no menos sangrientos, del coronel Natusch Busch y del general Luis García Meza.
Siles Zuazo, vencedor en las elecciones de 1980, que le fueron escamoteadas por el golpe militar, recibió en 1982 un gobierno debilitado desde su nacimiento por una economía precaria (pronto hiperinflacionaria), a la que se sumaron presiones de los partidos políticos de la derecha y de la izquierda, y del poderoso sindicalismo de la Central Obrera Boliviana y sus organizaciones afiliadas. Las posibilidades de cumplir con la “agenda de 100 días” eran remotas.
No existía una sana intención de la oposición política (ni siquiera de los partidos que eran parte de la UDP, la coalición de gobierno), de contribuir a la salida de la crisis y a la estabilidad del país. Apetitos personales y rencillas históricas guiaban las acciones de los dirigentes mientras la ciudadanía contemplaba aturdida, además de marginada de los mecanismos de decisión.
Paradójicamente, como señalan los autores, los militares institucionalistas se convirtieron en el principal sostén del gobierno, una vez que fueron separados del servicio activo aquellos oficiales que habían estado comprometidos en asonadas y golpes.
El momento histórico coincidió con el crecimiento del narcotráfico y el procesamiento de la droga en el Chapare (ya no solo en Santa Cruz), con participación de campesinos colonizadores sin remilgos morales. Los campesinos no solamente producían la hoja de coca, sino la pasta base que era transportada en avionetas a haciendas en el Beni o Santa Cruz para convertirla en cocaína. Cuando se lograba atrapar a algún narcotraficante, grande o pequeño, la “justicia” corrupta se encargaba de hacer la vista gorda, más o menos como sucede ahora.
Las relaciones del presidente Siles con el ejército se erosionaron aún más a raíz de la llegada de un avión francés con armamento, una “donación” agradecida (a cambio de Klaus Barbie) de la que los militares no habían sido informados. La oposición no perdió la oportunidad de echar gasolina al fuego: el MNR publicó en junio de 1984 una solicitada pidiendo la renuncia del presidente.
Los rumores de golpe militar volvieron a intensificarse. Aunque cada año conmemoramos o “celebramos” el 10 de diciembre como fecha del “retorno de la democracia”, olvidamos con demasiada frecuencia que las conspiraciones continuaron a lo largo del gobierno de Siles Zuazo, secuestrado en junio de 1984 y obligado a renunciar a la presidencia en 1985, en una suerte de golpe parlamentario que acortó en un año su mandato.
Los autores de Han secuestrado al presidente dibujan la cancha en la que se produjo la jugada del secuestro, detrás del cual había un esquema golpista confuso, en el que (tal como sucedió antes con Natusch), compartían el mismo taxi personajes que iban a diferentes lugares. Entre ellos despunta por su ambición el coronel Rolando Saravia Ortuño, ex edecán de Banzer, quien estaba seguro de que habían llegado sus quince minutos de gloria.
Nadie se acordará de él al terminar de leer esta reseña, pero fue el principal instigador de la juntucha golpista en la que unos pocos daban la cara y otros pocos tenían las maletas listas, por si acaso.
En un país donde los golpes militares consisten en apropiarse del Palacio de Gobierno, Saravia y sus conspiradores creyeron que el mejor camino era secuestrar al presidente. El relato sería jocoso si de por medio no hubiera estado la vida del presidente Siles, cuya reconocida serenidad contribuyó a resolver el entuerto.
En Bolivia hay un listín telefónico con nombres y teléfonos de conspiradores, siempre listos para una nueva aventura, con la certeza de que si sale bien se benefician, y si sale mal no pasa nada. En las filas del MNR había para escoger, pero también en otros partidos. Los Bedregal, Sandoval Morón, Humboldt, Fortún, Galindo (y un largo etcétera) se unieron en esta ocasión a militares y policías de menor rango, que conciben la política como un trampolín. Una amiga solía decir de los militares: “con seis años de primaria y cuatro de gimnasia ya se creen presidenciables”.
Este libro ofrece aportes fundamentales sobre lo que ocurría en el interior del Ejército, las tensiones, divergencias y ambiciones que determinan con frecuencia esas volteretas tan alejadas de la institucionalidad. Los autores han investigado para proporcionar datos precisos sobre las reuniones conspirativas previas al intento de golpe que, por supuesto, eran también conocidas por los organismos de inteligencia del Estado y del ministro de Interior, Federico Álvarez Plata. A pesar de disponer de la información, el presidente Siles estaba demasiado anclado en su lentitud para tomar decisiones y no daba la importancia debida a esos afanes conspirativos que sumaban más militares, policías y militantes de partidos políticos a medida que pasaba el tiempo. No necesitaban los conspiradores civiles tocar las puertas de los cuarteles, ahora los conspiradores militares tocaban las puertas de los civiles.
En medio de las reuniones supuestamente clandestinas de los conspiradores, se generaban episodios anecdóticos que le dan autenticidad al relato, como el entusiasmo de Carlos Ponce Sanginés, cuando en una de esas reuniones, el 25 de junio en casa del doctor Reynaldo Venegas, exclama: “A Siles hay que hacerle lo que los españoles le hicieron a Atahualpa”.
Llegado el día, el secuestro se produjo como se había planificado, con fuerzas combinadas del Ejército y de la Policía. El libro recoge los nombres de los uniformados y de los civiles que participaron en cada etapa de la conspiración, pero sería bochornoso reiterarlos aquí para sacarlos por unos segundos del anonimato del que venían y al que regresaron después. Su aventura sobrepasaba sin duda la limitada capacidad de sus cerebros.
Al margen del absurdo político y de la tolerancia insospechada de la historia, la narrativa del secuestro y la liberación del presidente Siles Zuazo, se lee como el guion de una película tragicómica. Cuando el teniente Celso Campos Pinto y su tropa ingresan a la casa presidencial para llevarse al presidente, no pierden oportunidad de robarle a la primera dama, como vulgares cacos, su reloj de pulsera, unos binoculares y un teléfono inalámbrico…
Siles es llevado a una fábrica textil abandonada en la calle Estados Unidos No. 1011, en Miraflores, perteneciente a la familia Rescala Nemtala (cómplice en la jugada), donde es entregado a seis “custodios” que fueron reclutados por Adolfo Monje y Ruddy Bertinni en un billar de los bajos fondos.
Los mercenarios, a quienes se les prometió una “peguita” estable a cambio del servicio prestado, se llevan una gran sorpresa cuando ven llegar al presidente de la República como rehén. Los organizadores del esquema muestran así su extraordinaria “valentía”, dejando en manos de criminales de poca monta la vida del primer mandatario.
La rápida convocatoria en el palacio de Gobierno del gabinete de ministros, presidido por el canciller Gustavo Fernández, y de dirigentes de partidos políticos de la UDP, así como el rechazo de los militares institucionalistas al pretendido golpe, hizo que en pocas horas se desmoronara el esquema torpemente urdido. Los perpetradores no tardaron en esconderse o buscar asilo, pero quedaba por despejarse la gran incógnita: ¿dónde estaba el presidente?, ¿seguía con vida?
Atando cabos con datos parciales, el cerco se cierra en el barrio de Miraflores. Aunque “peinado” previamente por el regimiento Ingavi, no es sino con la llegada de los capitanes David Aramayo y Miguel Flores, enviados por el general Claure, jefe de la Casa Militar, cuando ellos logran ingresar a la casa señalada saltando la pared, y son recibidos con disparos desde una ventana en un segundo piso. Balas van y vienen hasta que uno de los captores empuja hacia la ventana, encañonado, al presidente Siles: “No disparen, soy yo”.
Durante su encierro, Siles había logrado apaciguar a sus captores para que no lo maten, garantizándoles una salida que no ponía en riesgo sus vidas. Su sangre fría contribuyó a bajar la tensión.
El personaje “sorpresa” en el desenlace del secuestro es Román Cordero, del diario Presencia, arrojado y temerario foto-reportero, primer negociador sui generis, quien no dudó en ingresar en solitario y sin protección para parlamentar con los mercenarios y convencerlos de optar por una salida negociada. Las imágenes tomadas por Cordero e incluidas en el libro son un testimonio extraordinario de esas horas de tensión que precedieron a la liberación del presidente en Miraflores. La imagen de Siles apenas visible en la ventana de los cristales rotos, haciendo una señal con el pulgar levantado para indicar que se encuentra bien, las fotos del Oscar Bonifaz, ministro de Finanzas y de Jorge Crespo, subsecretario de Relaciones Exteriores, que llegaron a la escena para continuar la negociación, son un extraordinario testimonio de ese momento histórico, al igual que otras dos fotos emblemáticas tomadas en el Palacio de Gobierno: en la primera están los ministros, con los aliados de la UDP, reunidos en torno a la silla presidencial vacía; en la otra, en horas de la tarde, desde el mismo ángulo, aparece el presidente Siles, recibido de pie por sus ministros y aliados para ocupar nuevamente la silla presidencial.
Una vez acordados los términos de la liberación, el propio presidente acompañó a sus captores a la embajada de Argentina, para que puedan solicitar asilo. En la vagoneta conducida por el mayor Max Claros Caba (quien se quitó los grados para hacerse pasar por soldado), muy apretujados, además del presidente y de sus seis captores, iban Oscar Bonifaz, Jorge Crespo, el capitán David Aramayo, y el propio Román Cordero, que no cesaba en su oficio de registrar los hechos. Dentro del vehículo grabó un diálogo con los mercenarios, donde revelan que unos civiles los contrataron el viernes anterior en un billar.
Al fracasar la intentona golpista, unos huyen, otros se entregan y distribuyen culpas con ventilador, y muy pocos dan la cara, convencidos de que sus acciones eran justificadas. Incluso algunos se asilan sin estar perseguidos, inculpándose como tontos. Todo esto parece divertido una vez que ya pasó, pero no lo fue durante los instantes de incertidumbre narrados por los ex generales Prado y Claure.
Esas pocas horas condensan mucho de lo que ha sido la historia política de Bolivia, entre conspiraciones, golpes cívico-militares, asilos y exilios, y al final de cuentas: impunidad. Solo tres militares (Saravia, Ardaya y Campos) fueron dados de baja con ignominia y cinco mandos policiales que ya estaban asilados. Ninguno fue procesado ni cumplió condena alguna. Varios fueron incluso reincorporados y ocuparon nuevamente puestos de mando años después. Los conspiradores civiles apresados, fueron liberados poco a poco.
El libro incluye documentos militares y civiles clave, que se emitieron durante las pocas horas que duró el secuestro y en días posteriores. Hay pronunciamientos de los golpistas, del Congreso, del gabinete de ministros, de las Fuerzas Armadas, etcétera. Uno de ellos es el de los propios mercenarios, que decidieron dejar la embajada de Argentina y entregarse a la justicia boliviana.
Al final todo queda en nada. Como siempre en Bolivia, los perpetradores de crímenes se reciclan fácilmente. Así lo demuestra el epílogo del libro, que actualiza la información sobre cada uno de los principales cabecillas del fallido golpe y el secuestro del presidente.
Este es un libro que merece una nueva y mejor edición, que no se deshoje como una margarita, y que quede como referencia para la memoria de nuevas generaciones.
Alfonso Gumucio Dagron / Escritor y cineasta