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Algo quema en el cuerpo de LOS NIETOS de la dictadura

Nota de prensa que salio publicada en el periodico Página Siete en la revista Rasca Cielos el día domingo 2 de septiembre de 2018

Mauricio Alfredo Ovando de la Quintana, cineasta, estrena su primera película documental Algo quema. Algo busca y algo encuentra. Mira a su abuelo, presidente y dictador en los años 60, y decide poner el cuerpo ante la historia. ¿Están los nietos de militares y dictadores en América Latina expiando una responsabilidad que no les corresponde?

Cecilia Lanza Lobo

Aun niño le toca un abuelo que enseñaba a nadar a sus hijos, que leía cuentos a sus nietos, que jugaba cartas, que hablaba poco. Un abuelo militar bajo cuyo mando las Fuerzas Armadas renacieron de las cenizas, y bajo cuyo mando se asesinaron mineros, estudiantes, y al Che Guevara. Un abuelo Presidente, dictador, aquél que nacionalizó la Gulf, que instaló la primera planta de fundición de estaño en Vinto haciendo efectiva una verdadera nacionalización minera, un abuelo que tuvo como ministro al líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz y como jefe de Seguridad al temible Luis Arce Gómez. Un hombre de carácter recio a pesar de su cuerpo demasiado delgado, casi soso. Un abuelo al que ese niño no conoció sino por su presencia silenciosa, contundente, en ese enorme retrato en blanco y negro en la sala de la casa grande, y en un busto macizo de sus años como ex Presidente.

Tres décadas más tarde ese niño, ahora adulto, descubre accidentalmente que la historia familiar es una veta singular y potente para sus afanes de cineasta pero descubre algo aún más cautivante: heridas y secretos.

Decide entonces intentar un malabarismo: aproximarse a ese abuelo distanciándose. Una paradoja imposible de sostener. Lo entierra, y entonces araña la historia. No para reconstruir un rompecabezas sino para armar un collage –dice él–, un Frankenstein de retazos de memoria familiar. El nieto abraza a ese monstruo, su monstruo.

LOS NIETOS

Treinta y un años, sereno, lúcido, de palabras precisas. El cabello desordenado atado en un moño. Va y viene. Prepara un café. –¿Es tu entierro personal?, le pregunto, pensando en la imagen que inicia su película: el entierro oficial, militar, masivo, del ex presidente Alfredo Ovando Candia, el 24 de enero de 1982, con homenaje en las puertas de la Catedral Metropolitana, vecina del Palacio de Gobierno. Él suelta una risa cortita, más bien un reflejo, y dice que no, que lo que quiere con eso es dejar claro que aquel hombre que protagoniza su película –que es su abuelo al que llama “Ovando”– está muerto, está lejos, es un hombre al que no conoció pues él aún no había nacido. Quiere marcar una distancia entre ese hombre y él, y entonces, puesto el blindaje, cuestionarlo desde esa zona en que cree ponerse a buen recaudo.

–¿Hubieses hecho lo mismo si a quien cuestionabas era tu papá y no tu abuelo?, pregunto, y esta vez responde con toda certeza que no. “No creo”, matiza, y dice que no porque su padre es “alguien muy cercano”, en cambio su abuelo no, y que quizás eso también explique por qué su padre, reconocido documentalista y custodio de valioso material histórico audiovisual, Alfredo Ovando Omiste, no lo hiciera nunca, por lo menos no como lo hace hoy su hijo. Y la distancia comienza por el nombre. Tres alfredos: abuelo, hijo y nieto. Este último, Mauricio Alfredo: Mauricio.

Mauricio se acomoda en el sillón con rueditas de su pequeña oficina, en un rincón del segundo piso de la casa grande, en la avenida 20 de Octubre, la casa del abuelo, de la familia, esa misma casa en que sucede todo en la película y en la vida, allá por los años 60 cuando gobernaba el general Alfredo Ovando Candia.

Después de haber modificado la casa varias veces para alquilarla por pedacitos en estos últimos años, después de que el nieto cineasta filmara la demolición de las gradas que suben o bajan, según como se mire, hoy la casa está en venta. Qué casualidad, justo ahora otro entierro familiar del lugar más simbólico para ellos, “un lugar especial, con mucha historia”, dice en el filme una de las nietas, un lugar en el que siente “frío”.

Desde ese rincón efectivamente frío de la casa a la que le han crecido edificios alrededor, como testimonio de que la memoria pronto será seguramente edificio también, Mauricio Ovando me hace ver que quienes miran entierros son los adultos porque los jóvenes han dado la vuelta la cámara para mirarse a sí mismos.

Pero ese giro hacia sí mismos no es banal, es carnal y tiene consecuencias. Dado que la ficción ha superado a la realidad, ellos ya no necesitan ver para creer: necesitan tocar, necesitan sentir. Y entonces se encuentran con que Algo quema.

 PLAY / 1970

Septiembre, 1970. El hijo de Presidente muere en un accidente
Septiembre, 1970. El General Alfredo Ovando, Presidente de la República, ha caído de rodillas en el suelo de la sala de su casa, en la avenida 20 de Octubre, en La Paz. Se agarra la cabeza con las dos manos, cubre su rostro, llora, está destrozado. Su hijo mayor, Marcelo, de 21 años, ha muerto. Le contaron que la avioneta en la que volaba junto al piloto se había estrellado cerca al lago Titicaca. La familia entera desesperaba un milagro que no sucedió. Cuando comunicaron al general que habían encontrado la avioneta y el cuerpo de su hijo en la isla Suriqui, él se derrumbó. Y ese fue el principio del fin.

Así lo recuerda su hija Techi, que amaba a su padre como a nadie. Llora recordando a su hermano muerto en esas circunstancias y dice que no sabe si fue un accidente o no, pero “si algo había (que pudiese destruir al Presidente) era eso, su familia”.

Casi tres décadas más tarde, un domingo de 2008, la familia Ovando fue de paseo al lago Titicaca. Terminado el almuerzo, los padres decidieron llevar a los hijos a la isla Suriqui sin mayor explicación. Ya en el lugar, desempolvaron la historia, prendieron velas, pusieron flores, rezaron. ¿Qué pasó?, ¿cómo murió?, ¿es cierto que no fue un accidente?

Eso dijeron ese septiembre de 1970 pero el General no quiso averiguar y la familia tampoco. La muerte del tío Marcelo fue para ellos un “accidente”. Había allí un dolor y probablemente algún secreto. Todas las familias guardan secretos. Y todos los hijos curiosos los buscan. Algunos, encuentran. Mauricio abrió una puerta y se encontró con que ese personaje lo llevaba inevitablemente a otro, inmenso y hasta entonces intocable: su abuelo.

¿Qué pasó aquellos meses de 1970?

René Barrientos y Alfredo Ovando, gemelos políticos.
Todo. Por lo menos para el presidente Ovando, ahora de rodillas en la cresta de una época de crispación política fundamental no sólo en el país sino en buena parte del mundo, que tuvo en América Latina un impacto brutal en el sentido más cabal de esa enorme palabra. La ola que arrancó en la post guerra mundial (1914–1918) y la influencia del pensamiento de ambos bloques en que acabó dividido el mundo liderado por las dos grandes potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética –capitalismo y comunismo–, pareció alcanzar el pico de la confrontación ideológica precisamente en las aguas furibundas de 1967, 68, 69, 70, 71 y así.

 La efervescencia del marxismo revolucionario (de inspiración castrista y madrina soviética) llegó con fuerza a América Latina, así como la corriente contraria (de adinerado padrino Tío Sam y primos con complejo de policías del mundo), espantada ante la posibilidad de que el virus comunista se extendiera. Izquierda vs. derecha; comunismo vs. capitalismo. Proletarios, obreros, mineros y universitarios frente a oligarcas, patrones y los padres guardianes de la Patria, los militares. El mundo en rojo y negro.

El general Alfredo Ovando había llegado a la cima de esa ola como un gran surfista. No era pues ningún improvisado.

Vale aquí un buen paréntesis necesario (que si gustan, como con cualquier película a la carta de hoy en día, adelantan y se lo saltan)

REWIND / LA SILLA DEL GENERAL

Esla Omiste de Ovando, Primera Dama de la Nación
Elsa, la esposa del general Ovando, está viejita. Su hijo, documentalista, la entrevista con cariño, con cuidado. Es un material audiovisual de 1999. Elsa Omiste falleció el año 2014. En la cinta que intenta ser formal sin mucho éxito pues la mamá Elsa tiene en frente a su hijo y le habla como tal, ella se queja. El asunto es simple: el Ejército le ha pedido algún objeto cualquiera, una gorra, un uniforme, algo que perteneciera a su esposo, el General, para colocar en el museo militar. Pero en la casa de los Ovando sólo había una silla que sus hijos amigueros maltrataron y a ella no le quedó otra que mandar a hacer una réplica que finalmente mandó al Estado Mayor. Nada más. Elsa se lamenta, pone mala cara y dice que, en cambio, el general Barrientos tiene allí “¡tooodo un cuarto!”

Alfredo Ovando y René Barrientos tienen las vidas atadas. No es posible hablar del uno sin mencionar al otro. Y ese es quizá el hallazgo más sensible de su nieto Mauricio.

Su historia es la de una camada de cachorros afilados en la Guerra del Chaco y graduados en la Revolución de 1952.

El nieto del Presidente
El general Alfredo Ovando Candia, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, las había rearticulado después de que la Revolución de 1952 clausurara y reabriera el Colegio Militar en 1953. A pesar de que es bien sabido que las relaciones entre militares y civiles a lo largo de la historia fueron apasionadas y promiscuas, unas veces amorosas, otras furibundas, el cierre del Colegio Militar como signo de derrota de las propias Fuerzas Armadas ante la Revolución que se había propuesto tumbar todos los cimientos de la oligarquía de la que los militares eran parte, fue una afrenta que los militares no perdonaron jamás. Esa no es ciertamente la única razón pero sí un dato insoslayable a la hora de repasar la historia y ver cómo precisamente Ovando, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, junto con el general René Barrientos, ambos miembros de la “célula militar” del MNR, tumbaron a su socio Víctor Paz Estensoro sin resquemor alguno en noviembre de 1964. El general René Barrientos ocupaba entonces la vicepresidencia del país por invitación de Paz Estensoro quien a su vez había traicionado el pacto de alternancia con sus compañeros de partido y había decidido postularse a la reelección apoyado por los militares, con Barrientos a la cabeza y su indiscutible liderazgo carismático.

 Tres meses duró el matrimonio democrático de Paz Estensoro - Barrientos hasta que el 4 de noviembre de 1964 el propio Barrientos tumbó a Paz Estensoro. Se quebró así lo que parecía ser una maratón de 18 años ininterrumpidos -desde 1946, luego de la Guerra del Chaco- rumbo a la verdadera refundación nacional de base social revolucionaria, bajo el liderazgo del poder civil que condujo triunfalmente a la Revolución de 1952 y vivió la euforia popular precisamente hasta 1964 cuando Paz Estensoro hizo posible el retorno de los militares al poder.

Se interrumpió el liderazgo civil pero no el idilio popular (ni aún el proceso revolucionario). Porque Barrientos no sólo heredó el vínculo campesino de la reforma agraria sino que fue más allá: creó el Pacto Militar Campesino, una obra maestra que en buena medida hizo posible el sostén de las Fuerzas Armadas en el gobierno hasta fines de los años 70.

PLAY / ÁNGELES Y DEMONIOS

Barrientos y Ovando estaban estrechamente unidos y, en verdad, compartían liderazgo no solo dentro de las Fuerzas Armadas sino fuera de ellas. Tanto así que luego del golpe de 1964, la Junta Militar liderada por Barrientos, pronto se convirtió en co-presidencia: Barrientos-Ovando. Dos años más tarde, convocadas las elecciones, Barrientos fue elegido presidente constitucional. Ovando volvió a su lugar como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. (Elsa dirá, exultante, que su esposo fue ¡18 años comandante de las Fuerzas Armadas!)

Barrientos tenía a buena parte del pueblo campesino literalmente a sus pies. No así a los mineros. Cuatro meses después de iniciado su gobierno, el Pacto Militar Campesino en marcha, un hombre llamado Adolfo Mena Gonzáles, ingresaba al país. Era noviembre de 1966 y ese hombre era Ernesto Guevara, el Che.

Entre marzo y octubre de 1967 el guerrillero argentino y sus hombres enfrentaron al ejército boliviano que precisamente se había preparado para tal eventualidad en la Escuela de las Américas de Panamá siguiendo la doctrina de la seguridad nacional que construyó al enemigo interno que el Che se encargó de encarnar. Dos piezas de un mismo rompecabezas.

En completa desventaja, los guerrilleros fueron derrotados. El Che apresado, fue ejecutado por orden del Alto Mando Militar en octubre de 1967. Era Presidente el general René Barrientos, era Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas el general Alfredo Ovando, y era Jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Juan José Tórrez. (Elsa dirá que los edecanes de su marido le contaron que en el Alto Mando hubo votación y que el general Ovando eligió no asesinar al guerrillero pues si así sucedía, lo convertirían en “Dios”)

Y así fue. Ese muerto que se haría universal, pesó demasiado en el horizonte del gobierno militar. Las consecuencias fueron enormes y uno diría –incluso, y siguiendo este guión– que las pagó Ovando.

Pero antes murió Barrientos. Se dice que piloteaba un helicóptero que se enredó en un cable de alta tensión, cayó y se incendió. Se oyeron disparos. Era abril de 1969. Amante de Barrientos como era, el pueblo apuntó a Ovando como responsable. Y más aún, pues Ovando arrastraba ya a los mineros muertos en la masacre de San Juan, sucedida en plena guerrilla del Che (acusados los mineros de apoyar al guerrillero), en junio de 1967, cuando Barrientos aún vivía y era el Presidente, pero él, su gemelo político, era el eterno Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.

Tras la muerte de Barrientos asumió el vicepresidente Luis Adolfo Siles Salinas pero duró poco. Ovando golpeó e instaló un gobierno rodeado de jóvenes intelectuales dispuestos a terminar lo iniciado en la gloriosa revolución de Abril.

Pero los ánimos estaban caldeados. Demasiadas cosas habían sucedido en pocos meses. La muerte el Che estaba fresca así como la masacre de San Juan. El legado guevarista atizó aún más los ánimos de una juventud rebelde y combativa afectada igualmente por el contexto político mundial de Mayo del 68 y las revueltas universitarias sucedidas en varios lugares del mundo. En abril de 1970, jóvenes universitarios de tendencia marxista radical tomaron la Universidad Mayor de San Andrés. Fueron desalojados por militantes falangistas y una pandilla llamada Los Marqueses que habría sido alentada por un militar de nombre Luis Arce Gómez, estrechamente vinculado a Ovando.

Tres meses más tarde, julio de 1970, un grupo de 75 universitarios se hicieron pasar por alfabetizadores de aquella encomiable campaña del entonces ya instalado gobierno de Ovando e intentaron una nueva guerrilla en Teoponte. Fue un desastre. Murieron de hambre, murieron de utopía, murieron a balazos.

Mauricio Ovando de la Quintana.

¿Podía suceder algo peor?

Para él sí, ahora de rodillas llorando la muerte de su hijo, también universitario en los Estados Unidos, de visita a su padre Presidente, de paseo en avioneta por el lago Titicaca.

Ese fue, efectivamente, el fin del presidente Alfredo Ovando Candia. Semanas después, el 6 de octubre de 1970 renunció. Vivió en España en una suerte de autoexilio emocional. Y el 24 de enero de 1982 murió en La Paz.

STOP / PONER EL CUERPO

Corre cinta. El padre y el hijo, ambos cineastas, intentan proyectar las cintas del inmenso archivo familiar donde el abuelo Alfredo aparece a veces en la piscina, en traje de baño, e inmediatamente después, en la misma cinta, con uniforme y en un acto oficial. Las cintas son viejas, se queman ante sus ojos, ante la cámara que ahora filma Algo quema. Padre e hijo intentan reconstruir esa historia y quizás sea más bien el padre, Alfredo Ovando Omiste –Bis para la comunidad de cineastas que lo aprecia enormemente– quien en ese gesto generoso que abre sus archivos y su vida misma a su hijo, sea quien verdaderamente entierre así a su padre, gracias a su hijo.

Si el nuevo cine latinoamericano –del que Bis es pupilo y maestro– tomó la cámara como instrumento de lucha, de denuncia social, y se puso al lado de los más desprotegidos para mirarlos desde afuera intentando con toda el alma sentirlos desde adentro, sus hijos ya no.

Para ellos no hay verdades absolutas. Y el mundo de los 70 era uno de verdades absolutas y de imágenes como verdades irrefutables. Por eso Algo quema es un collage y no un rompecabezas. Es asumir la imagen como materia prima con la que cada quien construye su propia historia. Así, Algo quema pone en duda la construcción de la imagen de un personaje (su abuelo) desde sí mismo, desde aquel gobierno, desde su familia. El cineasta selecciona, recorta, fragmenta, arma, cuenta.

Se aleja del cine militante que tenía a la verdad como bandera –dice él– y comete la misma paradoja que con su abuelo: quiere alejarse del cine de Jorge Sanjinés aproximándose a La Nación Clandestina, que en sus 5 minutos iniciales echa en cara los nombres de los asesinos de los mineros de la noche de San Juan: Barrientos, Ovando. Se acerca, se quema, y en vez de sacar el cuerpo se mete entero. Se inmola.

“Poner tu cuerpo es lo más político que puedes hacer”, dice él, que entiende que la política y el arte no están lejos y que la cámara apuntando hacia sí mismo implica una exposición consciente, buscada, que implica a su vez asumir una responsabilidad propia: “No es que yo me cargue la responsabilidad de lo que ha hecho mi abuelo pero sí me puedo hacer responsable de cómo miro yo la historia y cómo la acepto o enfrento”. Por eso el final no tira el collage al aire: lo aterriza, lo ancla. Vomita. Y cura.

La abuela Elsa dice: “me he quitado un peso de encima”. Mauricio dice: “me siento liberado sobre todo de esta cosa, me siento bien de no haberme hecho al de la vista gorda, o de haberme hecho yo mismo una imagen intocable e infalible de mi abuelo. Me siento bien de haber puesto en duda la historia, de cuestionar a mi familia con respeto. Creo que cuestionar siempre va a estar bien. Obviamente hay modos y modos. Cuestionar con inteligencia la historia me hace sentir responsable”.

Algo quema se estrena el 8 de septiembreen la Cinemateca Boliviana.

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