No sólo fue el mes agosto. Fueron nueve meses de tenaz resistencia del Gobierno del general Juan José Torres y las fuerzas populares contra amenazas y asonadas golpistas, presiones internacionales y violencia paramilitar en aquel año de 1971. En medio del drama cotidiano se tejieron historias vitales que, juntas, labraron la conmovedora Historia de aquellos tiempos.
En la víspera
Foto periodico Los Tiempos |
El ”trufi” de la confusión
Foto periodico Página Siete |
Así, el 11 de enero de 1971, se intentó el primer asalto contra el Gobierno de Torres. Los golpistas fracasaron.
En esa jornada, un joven abogado cochabambino, Jorge Soruco, que era delegado de los bancarios a la COB, fue requerido por el grupo político de izquierda que apoyaba, para participar en una marcha contra los insurrectos, “con el arma que puedas conseguir”, le dijeron. Se hizo de un revolver y tomó un trufi que lo acercara al lugar de la cita. Poco después, subió al auto un hombre con un largo paquete envuelto con papel de periódicos. Soruco atisbó el bulto descubriendo que contenía un par de armas largas. Tres cuadras después subió otro pasajero: Ramiro Villarroel, su paisano y ministro de Informaciones, con quien sólo cruzó una mirada. Más adelante, cuando el desconocido bajó del carro, el ministro espetó: “¿Qué hacías con ese sujeto?”. Jorge le contestó que el tipo había subido al taxi después de él. “Es un paramilitar de avería, lo conozco de Cochabamba” le informó Ramiro. Los amigos titularon la escena como el extraño caso del trufi con el enemigo adentro.
Meses más tarde…
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El 20 de agosto, después de la manifestación de apoyo al Presidente, dirigentes de la COB, universitarios y de los partidos de izquierda ingresaron al Estado Mayor, todavía controlado por los oficiales fieles a Torres. El Presidente había prometido entregar armas al pueblo. Los civiles recibieron unos pocos centenares de viejos fusiles Máuser y algunos rifles automáticos M1. Este cronista fue testigo, entonces, de un episodio plenamente surrealista: los militares les dieron las cajas con armas, no sin antes exigirles suscribir un “Acta de Entrega,” con el detalle y los sellos pertinentes, que los dirigentes firmaron sin chistar. Entre tanto, en la madrugada, la guarnición militar de Trinidad se había levantado; más tarde lo haría Santa Cruz. Finalmente, el poderoso Regimiento Ingavi, en el Gran Cartel de Miraflores, se adhirió al golpe.
El asedio a la fortaleza militar
Al mediodía, columnas y grupos de trabajadores y estudiantes pobremente armados se desplazaron a Miraflores. Al comienzo de la tarde, luego de una cruenta batalla, tomaron el cerro de Laicakota. Por el otro lado, el regimiento escolta presidencial, dirigido por su leal comandante, Rubén Sánchez, se apostó en las alturas de Villa Fátima para atacar por detrás la fortaleza facciosa.
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En esas horas de fragor se produjo otro hecho insólito: un grupo de militantes maoistas logró doblegar a la guardia del viejo arsenal que estaba fuera del cuartel. Consiguieron algún armamento, pero los oficiales y soldados rendidos les rogaron que dejaran sus documentos de identidad, “para enfrentar nuestra responsabilidad ante la superioridad”. Un par de los protagonistas de la pequeña victoria cedió sus documentos, “en garantía”.
El atardecer paceño brilló con más fulgor por el nutrido intercambio de la balacera. Sin embargo, el Gran Cuartel no cayó durante las horas del cerco
Las tanquetas
Antes de la medianoche todo hubo terminado. Una columna de tanquetas y camiones con nueva tropa bajó de El Alto para auxiliar a los sitiados. Los blindados iban aparejados de poderosos reflectores, sirenas estridentes y ametralladoras de grueso calibre. La retirada de las fuerzas populares fue desordenada y en pequeños grupos.
Dos de los combatientes, Óscar Eid y Nilo Ramos, escaparon por la avenida Busch. Patrullas de militares y civiles golpistas estaban sobre sus pasos. Intentaron hallar refugio en alguna casa, sin conseguirlo; todas las puertas estaban cerradas a cal y canto. Cuando tornaban hacia el estadio para encontrar otra ruta, al pasar al lado de una modesta casa, oyeron una voz susurrante: “Entren rápido”. Era Jorge Medina --un político movimientista de izquierda y padre de la futura alcaldesa de La Paz, la comadre Mónica-- que les dio refugio. Óscar Eid recuerda aquel instante: “Fue la primera vez que de verdad sentí que había salvado mi vida”. Las leyes de su ajayu lo favorecieron.
Diez años más tarde, en otra fecha emblemática de golpismo militar, el 17 de julio de 1980, el prodigio se repitió: cuando los dirigentes de la COB y de los partidos políticos de izquierda bajaban con las manos en alto del edificio de la Federación de Mineros ante el asalto de paramilitares que llegaron en ambulancias, luego de una balacera feroz; cuando ya el líder socialista Marcelo Quiroga fue identificado y malherido con una ráfaga de ametralladora; cuando esa misma ráfaga mató al diputado Carlos Flores y al dirigente minero Gualberto Vega; Eid Franco, que iba en la fila poco más atrás de ellos, se arriesgó a iniciar la carrera de su vida para alcanzar el portón abierto de un edificio situado a 20 metros. La corrida de récord olímpico no paró hasta el sexto piso donde encontró la mampara semi entornada de una oficina. Era el bufete de Jorge Medina, quien le abrió, como 10 años atrás, la puerta de su segunda vida.
Éstas son cosechas de la memoria sobre los gajes del oficio de defender la apertura democrática. Historias de caídos, presos, torturados y desterrados en el concepto global de la lucha por la democracia.
“El 20 de agosto, después de la manifestación de apoyo al Presidente, dirigentes de la COB, universitarios y de los partidos de izquierda ingresaron al Estado Mayor, todavía controlado por los oficiales fieles a Torres. El Presidente había prometido entregar armas al pueblo. Los civiles recibieron unos pocos centenares de viejos fusiles Máuser y algunos rifles automáticos M1.”
(*) El autor es periodista. Fue secretario de prensa del expresidente Torres.