Guido Loayza Mariaca / Expresidente de la FBF
Un domingo como hoy hace 28 años Bolivia se clasificaba por primera vez al evento futbolístico más importante del planeta donde miles de millones de hombres, mujeres y niños se unen en una especie de catarsis detrás de la bandera de su país. Me ha pedido Página Siete que de los tantos fantasmas que nos tocó sortear, les cuente aquel que generó tanta polémica y se inició en la ciudad de Ghiggia, Schiaffino y Obdulio Varela.
Recuerdo Montevideo, la semana anterior al partido contra Ecuador, donde Bolivia cerraba la clasificatoria y se definía el resultado de nuestro sueño de llegar al Mundial. Trabajamos mucho para cuidar todos los detalles para nuestra estadía en la capital uruguaya. Sabíamos, como dicen los anglosajones, que “el diablo está en los detalles”. Nuestra estrategia era que debíamos llegar a la sede del partido lo más cerca del encuentro y nuestra experiencia en Libertadores y eliminatorias nos aconsejaba que no debíamos comer nada en el hotel.
Nos contactamos varios días antes con el encargado de Negocios de Bolivia en Uruguay, Antonio Mariaca, para pedirle su colaboración y discreción. Enviamos un grupo de avanzada para llevar adelante todas las gestiones necesarias y suficientes para cumplir lo planificado; en ese grupo estaban Óscar López, el Negro Azcui –a la sazón, el “mudo” porque debía evitar ser reconocido por su acento boliviano– y Bachicha Biadós, argentino él, encargado de las compras. Debían asimismo realizar todas las gestiones relativas al transporte, acreditaciones, alojamiento y, sobre todo, preparar el almuerzo con la familia Mariaca, en su domicilio.
Ya en Montevideo, el domingo, día del partido, desde muy temprano los dirigentes nos reunimos en mi habitación y sacamos las calderas eléctricas, el menaje, las bandejas y accesorios que llevamos desde Bolivia. Preparamos el desayuno con el pan fresco, las facturas y los acompañamientos que fueron recién comprados por los responsables de esa labor. Llevamos personalmente el desayuno a las habitaciones de cada uno de los jugadores y miembros del cuerpo técnico, que recibieron el servicio con mucho agradecimiento y sorpresa por el afanoso trabajo que estábamos dispuestos a realizar los dirigentes –en su mayoría reconocidos profesionales, incluido Luis Retamozo que entonces era subsecretario de Estado– para sacar adelante el proyecto tan anhelado por el pueblo boliviano.
El plantel de jugadores pasó la mañana en los chequeos médicos y en la prolija charla técnica que daba el profesor Azkargorta, que yo no me perdía. Antes del mediodía, para sorpresa del personal hotelero y de la seguridad uruguaya del equipo, el plantel de jugadores y cuerpo técnico dejó el hotel y partió a Pocitos a comer un almuerzo casero.
En la tarde nos fuimos al célebre Centenario y al acercarnos al parque Batlle Ordóñez ya pudimos percibir que estábamos ante una contienda especial y distinta a la que nos tocó jugar en 1989 en el mismo escenario cuando con Jorge Habegger también nos jugamos la clasificación al Mundial; en ese entonces no había el morbo creado por la campaña de Bolivia que inopinadamente aparecía como favorita para clasificarse.
Había un clima enrarecido y hostil aumentado por la presencia de miles de bolivianos que cruzaron el “charco” desde Buenos Aires y que pintaron la tribuna Colombes con los colores de la bandera boliviana.
El partido tuvo un gran protagonista: Armando Pérez Hoyos, el colegiado colombiano que cobró un penal inexistente en la primera jugada del encuentro, lo que parecía el gran acicate para una goleada uruguaya que revierta el gol diferencia hasta ahí favorable a Bolivia. Nada de eso ocurrió, el equipo boliviano, con el puñal en la boca, buscó con intrepidez el empate y lo consiguió 20 minutos después. Pérez Hoyos volvió a salir al ruedo y, sin ninguna justificación, dio ocho minutos de adición en el primer tiempo hasta que Fonseca hizo el segundo de Uruguay. En el segundo tiempo Bolivia luchó denodadamente contra el gran equipo charrúa, apoyado ruidosamente por su público y silenciosamente por Pérez Hoyos hasta la expulsión de Juan Manuel Peña.
Salí del estadio con Julio Grondona, que era el veedor del partido. Le hice una puntualización de los errores del árbitro, que nos perjudicaron. Reconoció casi todos, pero también me dijo que debía haber echado a Erwin Sánchez por la agresión a Fonseca. Me tomó del hombro y me hizo unas reflexiones en tono paternal. “¿Cuántas veces te comiste estos malos arbitrajes? Hasta aquí has hecho un trabajo sorprendentemente bueno”.
En la conferencia de prensa, Xabier protestó enérgicamente por el arbitraje e invocó que los países futbolísticamente más chicos también tienen derecho a ir a un Mundial.
Hablé con los jugadores, les pedí que pasemos la página, que nos olvidemos de ese partido de pesadilla, que no hablemos más del árbitro y nos concentremos en Guayaquil, donde, dentro de una semana, todo dependería de nosotros.
¡Qué iluso había sido al creer que ése era el punto final! Cuando llegamos a La Paz, el aeropuerto estaba lleno de periodistas, no solamente deportivos, y las preguntas generalizadas eran: “¿Qué van a hacer con el árbitro? ¿Pedirán la anulación del partido? ¿Recusarán al árbitro contra Ecuador? ¿Aceptarán la decisión de la FIFA de poner otra terna colombiana en el partido contra Ecuador?
Debemos recordar el entorno que se vivía en esos días; el fútbol había dado un giro copernicano, de la apatía y descreimiento inicial a la euforia descontrolada del final. El fútbol había invadido los hogares, las oficinas, los ministerios y hasta el Palacio. En muchos casos parecía estar por encima de hechos mucho más importantes y trascendentes de la vida nacional. Como en el día de la transmisión presidencial, mucha gente estaba más pendiente de que se le había doblado el brazo a la FIFA –en una de las más importantes argumentaciones científicas en defensa de la hoja de coca– y Miguel Ángel Rimba era habilitado para jugar y Fidel Castro degustaba un mate de coca.
Por el partido contra Uruguay todos pedían justicia, venganza; esgrimían teorías conspirativas, que la FIFA estaba contra Bolivia y sus sueños; del Palacio Quemado nos ofrecían el bufete del Presidente en Nueva York para hacer un juicio a la FIFA. Se proponían acciones diplomáticas y toda suerte de iniciativas, y se inventaban dislates irresponsables como que Pérez Hoyos hubiera venido con nosotros desde Montevideo. Después de semejante bochorno, no había límite para la protesta y la indignación, pero poco espacio para la pasiva reflexión deportiva.
Sabíamos que la FBF debía tomar la decisión. O seguíamos el fácil expediente de tirar la piedra a la ventana, hacernos abanderados de la reivindicación y la teoría conspirativa –de manera que si no nos clasificábamos a USA 94, ya teníamos excusa: las fuerzas del mal se habrían impuesto injustamente contra una presa vulnerable e indefensa– o salir al frente y decir que no seguiríamos el camino de la victimización y que apostábamos por la clasificación, en la cancha y bajo premisas puramente deportivas seis días después.
Salí al frente y anuncié que escogíamos la segunda opción, aquella que nos dejaba sin excusas en caso de fracasar. Ahí se tuvo que vivir una verdadera avalancha de críticas y amenazas, hasta llamadas anónimas en las que me decían que sabían dónde vivía y dónde estudiaban mis hijos. Incluso un ministro amigo me dijo que estaba loco, que me iban a matar. ¿Qué razón había para no recusar al árbitro, como blindaje, como ardid político, aun sabiendo que el trámite no llegaría a nada?